SOSPECHOSOS AEREOS EN ESTADOS UNIDOS

Hará cosa de un mes estuve volando por Estados Unidos. Recorrí, entre otros, los bonitos aeropuertos de John Foster Dulles (antiguo secretario de estado) y los de los presidentes Ronald Reagan, en Washington, y el de George Bush (padre) en Houston, Texas. Daba la sensación que Matt Groëning, el creador de Los Simpson, se había dedicado a bautizar aeropuertos a lo largo del país. Y la compañía aérea con la que volé, estadounidense, por supuesto, tuvo a bien considerarme sospechoso y elegirme para un “registro adicional” (additional screening).

El motivo de mi periplo aéreo era realizar diversas entrevistas a personalidades que habían tenido que ver con las relaciones entre Estados Unidos y España en los últimos cincuenta años para incluirlas en el documental “El amigo americano” que recientemente emitió el programa “30 Minuts”, en dos capítulos. Visitar Estados Unidos como periodista implica ser sometido a un escrutinio comparable a los que realizaban antaño en los países de detrás del telón de acero o en algunas repúblicas tercermundistas de régimen personal y único. Para empezar el periodista español que desee viajar a Estados Unidos tiene que trasladarse a Madrid, a la Embajada de aquél país, y tras cita previa, o, a pesar de la cita previa, hacer cola en la calle junto a otras personas que acuden a realizar algún trámite burocrático. Tras una larga espera y las consabidas medidas de seguridad, se accede a una sala de espera que no desmerecería de cualquier antiguo ambulatorio de la seguridad social. Allí, en una ventanilla, se entrega la documentación requerida, que no es otra que la necesaria para conseguir un visado y la explicación del motivo y alcance del viaje. Nueva espera, esta vez sentados en sillas de plástico, hasta que un funcionario/a te llama para acudir a una nueva ventanilla. Allí el funcionario/a te pregunta de nuevo los motivos del viaje, te hace una foto y te toma las huellas dactilares. Una vez convenientemente fichado, te dice que en unos días tendrás el visado.

Una vez con tu visado estampado en tu pasaporte y convencidos que no has participado ni tienes intención de participar en algún genocidio, llegas al aeropuerto de entrada a los Estados Unidos. Allí el funcionario de inmigración te vuelve a hacer fotos y a tomar huellas dactilares. Y a partir de aquí, en todos los vuelos interiores, tendrás que quitarte los zapatos, llevar siempre encima un documento de identidad con foto –este extremo es muy molesto para los estadounidenses, como después se verá, ya que ellos, hasta ahora, nunca han tenido obligación de llevar un documento que los identificara en su país. De hecho, en Estados Unidos, no existe el carnet de identidad- y someterte a todos los controles adicionales que los empleados de las compañías aéreas consideren oportunos.

Los trámites de seguridad en los aeropuertos acostumbran a ser largos y tediosos. Tras facturar, el equipaje es abierto y registrado por unos empleados. Se recomienda cerrar las maletas con unos candados aprobados por la TSA –la autoridad de seguridad en transporte- ya que de lo contrario, esos empleados romperán los cerrojos si lo consideran oportuno –los candados autorizados pueden ser abiertos por ellos sin necesidad de violencia, ya que diponen de una llave maestra-. En la línea de embarque un empleado comprueba que efectivamente ese es tu vuelo y te requiere una tarjeta de identidad con foto. Cuando llegas a los arcos de seguridad, los pasajeros se despojan de zapatos y de cualquier cosa metálica por pequeña que sea y colocan todo en el túnel de rayos X. Por cierto, si en tu tarjeta de embarque aparecen unas misteriosas equis, como fue mi caso, es que tu compañía aérea te ha seleccionado para un registro adicional. Al menos así me informó la simpática empleada que me apartó de la fila y me colocó en una segunda fila más pequeña, la de los sospechosos a ojos de la compañía aérea. Mientras esperaba el registro adicional pensé en la extravagante empleada con la que había facturado: uñas larguísimas, peinado a lo Doris Day, bolígrafo rematado en una enorme rosa tamaño natural, y el detalle más inquietante: un colgante con una cruz cubierta por la bandera de Estados Unidos. Supongo que aquella patriota había considerado que ser extranjero siempre es motivo de sospecha. El registro adicional, en su versión más ligera, que es el que padecí varias veces, no era demasiado humillante: cacheo, paseo del artefacto que detecta objetos metálicos por todo tu cuerpo, incluida la planta de los pies y ya está. Exactamente el mismo al que tenía que ser sometida la ultraconservadora ex congresista republicana por Idaho, Hellen Chenoweth-Hage, en un vuelo entre Boise y Reno algunos meses antes. Pero Chenoweth-Hage se indignó y se negó a ser cacheada. Exigió que le mostraran una copia de la orden que autorizaba esos cacheos. No la obtuvo y además perdió su vuelo. Las autoridades se negaron a enseñarle la regulación porque se trata de “información sensible de seguridad” y por tanto, el ciudadano no puede acceder a ella, aunque si deba cumplirla. Una situación parecida padeció John Gilmore, el filántropo y diseñador de software, que se negó a identificarse con un carnet con foto en un vuelo interno en Estados Unidos. Ha presentado un pleito por este motivo. El Congressional Research Service ha realizado un informe sobre las limitaciones a los derechos constitucionales que representan las regulaciones de seguridad en materia de transporte. Así está el patio aéreo en estos revueltos tiempos.

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